Cambio de dominio.
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En cualquiera ciencia hay un punto de partida no sujeto al raciocinio. Lo percibe el entendimiento sin otra operación que la meramente intuitiva. Afirma entonces, lo que ve porque lo ve, no por otra evidencia que le sirva para afirmar lo que súbitamente no viera.
Afirmar, sin embargo, lo que se ve, meramente porque se ve, no es conocer perfectamente una cosa. Esta plenitud de conocimiento por la intuición no es propia de la naturaleza humana, sino de la angélica, la cual posee uno total de la verdad intangible sin necesidad de discurrir de una noción a otra para completar un primero imperfecto. El hombre, en cambio, perfecciona sus conocimientos –es decir, elabora las ciencias– pasando de una cosa conocida a otra desconocida por medio del raciocinio. Hay, pues, en éste un movimiento que como toda mutación, debe partir de algo inmóvil. En nuestra potencia intelectiva se advierten, en consecuencia, dos operaciones distintas: una la mera percepción de algunas cosas, o sea el simple entendimiento de ellas; y otra, el proceso por el cual las así entendidas nos conducen mediante el raciocinio a las investigadas o inventadas. Ello pone de resalto que los conocimientos entendidos, aun siendo de orden distinto que los conocimientos discursivos, proceden de la misma potencia espiritual; y que tanto unos como otros son indispensables en la elaboración científica, al punto de que ésta sería imposible sin los primeros.
En los tiempos modernos es de absoluta necesidad dar el debido relieve a este resultado de la observación psicológica. No hay ciencia humana alguna, no puede haberla, sin la aceptación previa de ciertos conocimientos cuya verdad no puede ser comprobada. Quienes pretendan fundarla sobre principios sujetos en totalidad al raciocinio no saben lo que se dicen o dicen lo contrario de lo que saben. Hay un limite a la facultad crítica del hombre, a su avidez de justificación de todo lo que corre con el sello de la verdad, y ese límite se halla en los conocimientos intuitivos que llevan en sí mismos claridad tan adecuada a la naturaleza del entendimiento humano, que para que éste los perciba le basta su simple presencia. Por ello se denominan en toda ciencia las primeras verdades.
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Afirmar, sin embargo, lo que se ve, meramente porque se ve, no es conocer perfectamente una cosa. Esta plenitud de conocimiento por la intuición no es propia de la naturaleza humana, sino de la angélica, la cual posee uno total de la verdad intangible sin necesidad de discurrir de una noción a otra para completar un primero imperfecto. El hombre, en cambio, perfecciona sus conocimientos –es decir, elabora las ciencias– pasando de una cosa conocida a otra desconocida por medio del raciocinio. Hay, pues, en éste un movimiento que como toda mutación, debe partir de algo inmóvil. En nuestra potencia intelectiva se advierten, en consecuencia, dos operaciones distintas: una la mera percepción de algunas cosas, o sea el simple entendimiento de ellas; y otra, el proceso por el cual las así entendidas nos conducen mediante el raciocinio a las investigadas o inventadas. Ello pone de resalto que los conocimientos entendidos, aun siendo de orden distinto que los conocimientos discursivos, proceden de la misma potencia espiritual; y que tanto unos como otros son indispensables en la elaboración científica, al punto de que ésta sería imposible sin los primeros.
En los tiempos modernos es de absoluta necesidad dar el debido relieve a este resultado de la observación psicológica. No hay ciencia humana alguna, no puede haberla, sin la aceptación previa de ciertos conocimientos cuya verdad no puede ser comprobada. Quienes pretendan fundarla sobre principios sujetos en totalidad al raciocinio no saben lo que se dicen o dicen lo contrario de lo que saben. Hay un limite a la facultad crítica del hombre, a su avidez de justificación de todo lo que corre con el sello de la verdad, y ese límite se halla en los conocimientos intuitivos que llevan en sí mismos claridad tan adecuada a la naturaleza del entendimiento humano, que para que éste los perciba le basta su simple presencia. Por ello se denominan en toda ciencia las primeras verdades.
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