D. Carlos ha desaparecido de la escena, y en su lugar se ha colocado su hijo; este es un acontecimiento importante. El manifiesto que ha seguido a la renuncia indica un notable cambio en la política; esto es todavía más importante. Pocos hombres habrá que reúnan una opinión mas general y más bien sentada, de honor, de religiosidad, de sinceridad, de convicciones, de deseo del bien público, que D. Carlos; pero si como hombre obtiene el aprecio y respeto universal, tampoco puede negarse que como príncipe era objeto de prevenciones tan fuertes, que nada hubiera sido bastante a disipar. Fueran justas o injustas, fundadas o infundadas, lo cierto es que existían; tratamos únicamente del hecho, no de la razón en que pueda estribar. Y en circunstancias como las de don Carlos, un hecho semejante no puede ser desatendido: quien no cuenta con fuerza material, ¿a qué queda reducido si le falta la moral? Y esta fuerza moral en un príncipe es muy diferente de su buena reputación como hombre particular; errados consejos o circunstancias infaustas pueden hacer inútil para ciertos objetos al mejor hombre del mundo. En 1832 la fuerza moral de D. Carlos, como príncipe, era muy grande; los errores, los desagravios, y el mismo curso de los años la han consumido. Aún entre muchos de sus mismos partidarios, el primitivo entusiasmo se había reducido a simple adhesión y respeto. D. Carlos habrá conocido su verdadera posición, y a su desinterés y rectitud de intenciones no le habrá sido difícil el sacrificio del amor propio, si amor propio haber pudiera en conservar una posición que debía serle tan aflictiva.
Al retirarse este príncipe a la vida privada, si ha echado una mirada a sus años anteriores, no debe haberse alegrado de haber nacido en regia cuna. Difícil era que en una condición menos alta encontrase tan dilatada serie de sinsabores e infortunios. Pasa sus primeros años a la vista de Godoy, compartiendo con su hermano el dolor que causarle debiera un espectáculo semejante; es luego conducido al extranjero para permanecer durante seis años entregado a los carceleros de Napoleón; vuelto a su patria, cae en breve con toda la familia real en poder de los demagogos, hasta que los liberta en Cádiz el ejército francés; y después de pocos años de bonanza, no todos bien sosegados y satisfactorios, tiene la desgracia de indisponerse con su hermano, no puede hallarse junto a su lecho al exhalar el último suspiro, y declarándose luego en guerra con su augusta sobrina, proclamada reina de España, sufre las mayores vicisitudes, y al fin sucumbe, para ir ser encerrado de nuevo en una prisión, también en país extranjero. Fiaos en las grandezas humanas y en la elevación del nacimiento. Pesares domésticos, prisiones, insultos, espectáculos de torrentes de sangre, otra vez prisiones; he aquí lo que encuentra en su vida un hombre que por largos años ha visto una corona tan cercana a sus sienes; y en el último tercio de su carrera, proscrito de su patria, ignora si sus cenizas podrán un día descansar en el panteón donde reposan sus ilustres antepasados. Puedan los días del anciano conde de Molina ser menos infortunados de los que fueron los del joven infante, y del que años después numerosos y aguerridos batallones aclamaran rey de Navarra, Aragón y Cataluña, paseando sus banderas por todos los ángulos de España.
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