El Carlismo es un movimiento político. Se proclamó a sí mismo legitimista porque surgió históricamente en 1833, al amparo de la bandera dinástica.

Se ha consolidado en casi dos siglos con un ideal, el de España, para defender el cual levantó ejércitos voluntarios, de Batallones en tres guerras carlistas, y de Tercios de requetés en la Cruzada de 1936.

El Carlismo es ese espíritu en un cuerpo de doctrina tradicionalista, tallada por insignes pensadores, internacionalmente conocidos y reconocidos, como han sido Antonio Aparisi y Guijarro, Enrique Gil Robles, Ramón Nocedal, Juan Vázquez de Mella, Gabino Tejado, Matías Barrios y Víctor Pradera.

El Carlismo es, pues: a) una bandera dinástica: la de la legitimidad; b) una continuidad histórica: la de España; c) y una doctrina política: la tradicionalista.

El Carlismo es esas tres cosas al mismo tiempo. Quien así no lo entienda, no entenderá nada del Carlismo.

“No se es carlista por tener un carnet, como no se deja de serlo porque se le expulse a no de cualquiera de las organizaciones. Se es carlista por confesar una doctrina, y se deja de serlo por dejar de creer en ella”. (Profesor F. Puy).

Los carlistas hemos llamado siempre y seguiremos haciéndolo a las cosas por su nombre. No negamos a Cristo ni a las Españas, ni siquiera con disfraces de vocabulario demagógico, tan fácil como estéril. Nos llamamos lo que somos: contrarrevolucionarios militantes, católicos a machamartillo, españoles hasta la médula, defensores acérrimos de las libertades populares, enemigos de las sucesivas fórmulas extranjeras que han sido el absolutismo, el liberalismo, el democratismo, el socialismo y el fascismo. Como caballeros despreciamos la demagogia y galanteamos a la sinceridad política, porque de caballeros es ir proclamando a todos los vientos la verdad.