Con verdad os declaro que en toda mi existencia, desde que en la infancia alborearon en mí los primeros destellos de la razón, hasta ahora que he llegado a la madurez de la virilidad, siempre hice todo según lealmente lo entendí, y jamás dejé de hacer nada que creyese útil a nuestra Patria y a la gran Causa que durante tanto tiempo me cupo la honra de acaudillar.
Volveré, os dije en Valcarlos, aquel amargo día, memorable entre los más memorables de mi vida, y aquella promesa, brotada de lo más hondo de mi ser, con fe, convicción y entusiasmo inquebrantables, sigo esperando firmemente que ha de cumplirse. Pero si Dios, en sus inescrutables designios, tuviese decidido lo contrario; si mis ojos no han de ver más ese cielo que me hace encontrar pálidos todos los otros; si he de morir lejos de esa tierra bendita, cuya nostalgia me acompaña por todas partes, aun así no sería una palabra vana aquel grito de mi corazón.
Si España es sanable, a ella volveré, aunque haya muerto.
Volveré con mis principios, únicos que pueden devolverle su grandeza, volveré con mi bandera, que no rendiré jamás y que he tenido el honor y la dicha de conservarlos sin una sola mancha, negándome a toda componenda, para que vosotros podáis tremolarla muy alta.
La vida de un hombre es apenas un día en la vida de las naciones.
Nada habría podido mi esfuerzo personal si vuestro concurso no me hubiera ayudado a crear esa vigorosa juventud, creyente y patriótica, que ya veo preparada a recoger nuestra herencia y a proseguir nuestra misión. Si en mi carrera por el mundo he logrado reservar para España esa esperanza de gloria, muero satisfecho, y cúmpleme decir con legítimo orgullo que en el destierro, en la desgracia, la persecución, he gobernado a mi Patria más propiamente que los que se han ido pasando las riendas del Poder.
Gobernar no es transigir, como vergonzosamente creían y practicaban los adversarios políticos que me habían hecho frente con las apariencias materiales del triunfo. Gobernar es resistir, a la manera que la cabeza resiste a las pasiones en el hombre bien equilibrado. Sin mi resistencia y la vuestra ¿qué dique hubieran podido oponer el torrente revolucionario los falsos hombres de gobierno que, en mis tiempos, se han sucedido en España? Lo que del naufragio se ha salvado, lo salvamos nosotros, que no ellos, lo salvamos contra su voluntad, y a costa de nuestras energías.
¡Adelante, mis queridos carlistas! ¡Adelante, por Dios y por España! Sea ésta vuestra divisa en el combate, como fué siempre la mía, y los que hayamos caído en el combate, imploraremos de Dios nuevas fuerzas para que no desmayéis.
Mantened intacta nuestra fe y el culto a nuestras tradiciones y el amor a nuestra bandera. Mi hijo Jaime, o el que en derecho, y sabiendo lo que ese derecho significa y exige, me suceda, continuará mi obra. Y aun así, si apuradas todas las amarguras, la dinastía legítima que os ha servido de faro providencial estuviera llamada a extinguirse, la dinastía vuestra, la dinastía de mis admirables carlistas, los españoles por excelencia, no se extinguirá jamás. Vosotros podéis salvar a la Patria, como la salvasteis con el Rey a la cabeza, de las hordas mahometanas y, huérfanos de monarca, de las huestes napoleónicas. Antepasados de los voluntarios de Alpens y de Lácar eran los que vencieron en las Navas y en Bailén. Unos y otros llevaban la misma fe en el alma y el mismo grito de guerra en los labios.
Mis sacrificios y los vuestros para formar esta gran familia española, que constituye como la guardia de honor del santuario donde se custodian nuestras tradiciones venerandas, no son, no pueden ser estériles. Dios mismo, el Dios de nuestros mayores, nos ha empeñado una tácita promesa al darnos la fuerza sobrehumana para obrar este verdadera prodigio de los tiempos modernos manteniendo purísimo, en medio de los embates desenfrenados de la revolución victoriosa, los elementos vivos y fecundos de nuestra raza, como el caudal de un río cristalino que corriera apretado y compacto por en medio del océano, sin que las olas del mar consiguieran amargar sus aguas.
Nadie más combatido, nadie más calumniado, nadie blanco de mayores injusticias que los carlistas y yo. Para que ninguna contradicción nos faltase, hasta hemos visto con frecuencia revolverse contra nosotros aquellos que tenían interés en ayudarnos y deber de defendernos.
Pero las ingratitudes no nos han desalentado. Obreros de lo por venir, trabajamos para la historia, no para el medro personal de nadie. Poco nos importaban los desdenes de la hora presente, si el grano de arena que cada uno llevaba para la obra común podía convertirse mañana en base monolítica para la grandeza de la Patria. Por eso mi muerte será un duelo de familia para todos vosotros, pero no un desastre.
Mucho me habéis querido, tanto como yo a vosotros, y más no cabe. Sé que lloraréis como ternísimos hijos; pero conozco el temple de vuestras almas, y sé que también el dolor de perderme será un estímulo más para que honréis mi memoria sirviendo a nuestra Causa.
Nuestra monarquía es superior a las personas. El Rey no muere. Aunque dejéis de verme a vuestra cabeza, seguiréis, como en mi tiempo, aclamando al Rey legítimo, tradicional y español, y defendiendo los principios fundamentales de nuestro programa.
Consignados los tenéis en todos mis manifiestos. Son los que he venido sosteniendo y proclamando desde la abdicación de mi amadísimo padre (q. e. g. e.) en 1868.
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